viernes, 19 de noviembre de 2010

Ángeles de Mazapán
Querida hermana:
Tal y como te dije, me he propuesto relatarte los acontecimientos de aquella noche, de la que tú eres protagonista.
Fue una noche dura… muy dura. Todo ocurrió más o menos así:
A veces la vida puede resultar implacable, aún en una noche como aquella, perfecta en su quietud. Miles de estrellas convertían el cielo en una cúpula de luz, pero no eran suficientes para rasgar la densa oscuridad que oprimía mi corazón.
Parece inconcebible que en medio de tal reposo el alma pudiera estar tan turbada, pero ocurre en ocasiones que, de un instante a otro, se abre el foso negro de la vida y te ves arrojado de golpe a un espanto del que piensas que no surgirás.
La noche estaba discurriendo con normalidad hasta que me comunicaron la noticia. Tardé un rato en reaccionar. Aturdido me vestí y me dirigí a mi automóvil. Mis manos apretaban el volante con febril indignación mientras conducía hacia el hospital.
Te encontré en el momento en que te sacaban de la sala de recuperación; tu cabello, alborotado, decoraba la almohada y tu rostro lucía marcado por huellas de largo e intenso cansancio. La lucha en la sala de partos había sido dura y muy prolongada, aunque los dolores se suavizaban bajo la perspectiva del feliz e inminente encuentro con la criaturita que se posaría sobre tu pecho y enjugaría las perlas de sudor que lo empapaban.
Sin embargo, el fruto de aquella batalla tuvo un sabor extraño: Los rasgos particulares de aquel bebé denotaban una circunstancia muy peculiar. Su manita, que se extendió y se abrió en la primera caricia, exhibía una sola y muy marcada línea transversal; un indicio más, un síntoma demasiado elocuente para quien ya tiene un niño con síndrome de Down.

Dos hijos con síndrome de Down para una madre que hace dos meses había cumplido veintiséis años.
Esos ojos desapasionados que me miraban desde la cama, y que intentaban sonreírme, no parecían los mismos entusiastas de ayer, que brillaban a medida que me relatabas los múltiples preparativos para la anhelada recepción de la nueva criaturita. Tampoco tu voz, que arrastraba ahora las palabras y dibujaba las expresiones casi recostadas a causa de la fatiga, parecía la misma que hace pocos días describía los proyectos para el nuevo niño que "nos ayudará mucho – decías – a cuidar de Christian"
"¿Cómo te encuentras tú?" Me preguntaste, refiriéndote a mi fugaz dolor de hernia discal, como intentando olvidar un percance fijando los ojos en otro.
Pero no valía la pena fingir, y por fin dejaste de hacerlo: "No lo comprendo – confesaste -, me dijeron que teníamos las mismas opciones de cualquier matrimonio sano para tener un niño normal. Tan sólo había una opción entre setecientas de que el bebé viniera con síndrome, las mismas que cualquier otro… pero yo ya tengo uno…"
Me mirabas; tal vez esperando una respuesta; yo te miraba también… pero no hablaba… tan sólo pensaba: "Dios mío, parece que fue ayer cuando una preciosa mujercita arribó al hogar que ya alborotaban cuatro varones; y ya siempre fue la niña, la preferida, la que me conducía cada día, de forma inevitable, a comprar golosinas"
Observé nuevamente tus ojos teñidos de cansancio: "Ya no eras una niña… y no eran golosinas lo que ahora compartíamos"
¿Por qué la garganta se estrecha tanto en situaciones de presión? Precisamente cuando más oxígeno necesitas, la tráquea se contrae y casi duele. Apenas deja pasar el aire, ¿cuánto menos salir las palabras?
Aprovechando la llegada de un médico me aparté un poco para retirar la inoportuna lágrima que desde hacía rato luchaba por florecer.
Luego te condujeron a la habitación. La noche ya estaba muy avanzada, pero sospeché que aun se prolongaría por mucho tiempo… Sí, la noche se prolongaría hasta mucho después de que el alba inaugurara un nuevo día.
De regreso a casa mis manos oprimían el volante aún con más fuerza, casi con la misma presión que experimentaba dentro de mí.
Esa noche todas las preguntas se introdujeron conmigo en la cama y finalmente lograron expulsarme de ella. Probé a arrodillarme, pero resulta difícil conversar con aquel a quien consideras culpable de tu suprema desdicha.
Así transcurrió el resto de la noche y el principio del nuevo día, hasta que, de nuevo en el hospital, él apareció.
Su pequeña y elevada cunita se me antojó un trono sobre el que acercaban al más bello príncipe. Ante su frágil silueta se deshicieron todos mis reproches.
El lienzo sobre el que creaba mi siniestra obra se desintegró. ¿Puede alguien apreciar una tacha en lo que es inequívocamente perfecto? Frente a mí tenía cincuenta y un centímetros de perfección. Sus manitas se extendían, abriendo y cerrando los dedos, como queriendo asirse de la vida. Sus ojitos rasgados, aún de tinte indefinido, obsequiaban una mira limpia y confortadora… totalmente confiada y absolutamente confiable.
Ayer guardé silencio porque la tristeza oprimía mi garganta; hoy la admiración me enmudeció. Reprochaba a Dios, ayer, por haber redactado un renglón torcido. Hoy, lo perfecto de la sentencia divina, me persuadía.
También tus ojos, querida hermana, revivían el entusiasmo, y tus palabras resbalaban con alegría de tu boca que había recuperado la sonrisa. Aun no comprendíamos del todo el movimiento de Dios en esta partida de ajedrez, pero sin duda alguna que correspondía a una estrategia particular con un objetivo muy especial; al fin y al cabo Dios jugaba con nuestro mismo color.
De regreso a casa mis ojos fluían, pero no ya de amargura. Aquella noche tuve que arrodillarme mientras mi corazón se vertía y mi mano se deslizaba sobre el papel componiendo una confesión que tal vez algún día puedas leer a esos ángeles de mazapán:
"Perdóname, Iván, por haber permitido que la noticia de tu llegada me provocara un extraño escalofrío:
Perdóname por los instantes de duda que, tras el anuncio, compartí con el sillón antes de incorporarme y caminar sin rumbo fijo.
Perdóname por mirar al cielo, estremecido, y fruncir mi ceño a Dios.
Perdóname por las preguntas que me hice sobre el motivo de tu llegada y por decir que preferíamos un niño normal ¡¡Como si tú no lo fueras!!
Perdóname por confinarte a un rincón de mi corazón e intentar ocultarte bajo otras realidades que se me antojaban más bellas.
Gracias Iván, porque tu respuesta a todas mis preguntas, tu iniciativa ante todos mis reproches fue tan sólo una sonrisa desde tu pequeña cunita, y una inimitable caricia de tus largos y frágiles deditos.
Gracias por alisar mi fruncido ceño con el terciopelo de tus ojos.
Gracias por restaurar mi alma en el momento en que tu ávida boquita mojó mis dedos cuando intenté acariciarte; esa humedad encharcó mi corazón, tan endurecido, y brotó por mis ojos, heridos de tanta luz que tú desprendías.
Gracias Iván, por acercarme el cielo en tu mirada y proclamar con tu silencio que Dios nunca se equivoca.
Gracia, Iván, por haber venido. Tuviste en Christian a un precioso precursor que ya nos ha demostrado vuestra entrega incondicional, vuestra absoluta dependencia y vuestro inigualable cariño.
El mundo necesita desesperadamente de personas como vosotros… infancias eternas que regalan sonrisas sin convertirlas en moneda de cambio… inocencias puras que no se mercantilizan.
Gracias por haber venido y por traer contigo el frescor vital del cielo."
Bueno, hermana, ya lo ves, ayer celebrábamos el cuarto cumpleaños de Iván. ¡¡Como disfrutó también Christian!! Al verles reír y arrancar nuestras risas, de nuevo me preguntaba: ¿Qué mérito habrá visto Dios en nosotros para habernos elegido como los responsables de custodiar tan preciado tesoro?
La mirada que intercambiaron los médicos que asistían el parto disipó las escasas dudas. Iván era igual que Christian, el primogénito que acababa de cumplir tres años y medio.

2 comentarios:

  1. Sin duda conmovedor. Una de las mejores "cartas"...

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  2. Gracias. Es, además, una de las mejores experiencias que he podido vivir.
    Otra de las mejores es tener amigos como tú.

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