miércoles, 26 de enero de 2011

DERRIBADOS, PERO NO DESTRUIDOS...

Era terrible ver así, a merced del desastre, del horror, a un hombre bueno y de tanta sabiduría. El anciano se hallaba hundido en su sillón de lectura, cabizbajo y pensativo, abatido como nunca. Sin embargo, y para mi sorpresa, mi viejo pastor se rehizo. Incorporándose un poco en el sillón y haciendo un acopio admirable de energía, declaró:
-         Pero lo que es incuestionable –se detuvo un instante para repetirlo con más fuerza-: Lo que nadie debe jamás dudar es que, cuando el invierno arrecia, Dios se aproxima más a nosotros, y el milagro de Su presencia llena el vacío de cualquier ausencia… incluso de las más atroces… aún de esas pérdidas que le dejan a uno a la deriva, preguntándose si algún día será capaz de recomponerse –no era el anciano derrotado de hacía un instante. Tras la humedad de sus ojos un brillo cálido y sereno asomó, como el sol después de una noche de tormenta-. La mano de Dios convierte en obras de arte las ruinas del alma. Cuando Él llega se aferra con firmeza al timón y reconduce la nave hacia un puerto seguro.
Callé por un instante, estupefacto por sus palabras. Luego dije con triunfo:
-         ¡Y Él lo hizo con usted!, ¿no es cierto?
-         Lo es –afirmó-. Absolutamente cierto. No se trata de que olvides al ser querido que partió… ¡que va! No es así, ni tiene porque serlo. El recuerdo queda siempre. Pero entendí con claridad que cuando Dios borra es que va a escribir algo nuevo –sus propias palabras llenaban de esperanza su rostro.  El mío también. Y le devolvían su firmeza habitual-. Alcancé a comprender que la muerte no es sino un cambio de misión –no lo decía. Lo proclamaba con triunfo-, y que nuestro pequeño José estaba más vivo que nunca, porque si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel. (Fragmento de UNA CRUZ EN EL DESIERTO)

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