lunes, 3 de enero de 2011

ÁNGELES EN EL SEMINARIO (Una experiencia real)

Ocurrió ayer en la escuela donde estudio (Un pastor no debería nunca dejar de estudiar. Siempre debería reciclarse y beber agua que calme su sed, y adquirir, además, una reserva para calmar la de otros): estaba en un aula apartada, la más tranquila de aquella institución. Me entregaba con fruición a avanzar en la tarea que pensaba terminar hoy porque debería haberla entregado ayer.
La puerta chirrió sobre sus goznes y un venerable anciano hizo su entrada. Era la primera vez que le veía, lo cuál no significa que fuera su primer día en aquella institución.
Amablemente me saludo y con toda la cordialidad posible correspondí a su saludo. En su presentación me hizo saber que era uno de los profesores del Seminario.
Y enseguida comenzó a hablar. Por su velocidad en el habla y su capacidad de engarzar una conversación con otra, no envidié en absoluto a sus alumnos. Yo apartaba la mirada orientándola a la pantalla de mi ordenador, intentando hacerle ver mi premura por continuar con el trabajo.
O no pudo o no quiso darse por aludido y retornó a su discurso.
Cuando empezaba a sentirme cansado y un poco fastidiado, de repente… sin previo aviso, el anciano parlanchín dio un brusco giro a su discurso y comenzó a hablar de Jeremías. Recorrió la historia del infortunado profeta, comenzando con la promesa que Dios le había hecho de no faltar nunca de su lado.
-         Sin embargo hubo cárceles, hambre, cisternas y encierros, hubo de todo menos fruto a su trabajo –la voz del anciano pareció cambiar de tono, y de timbre, y también de cadencia. Todo se alteró en él, incluido su discurso, llegando a mis oídos más dulce y amable… más cercano y acariciador-. Dios le había prometido estar –insistía-. Pero los resultados contradecían a esa promesa. El profeta determinó abandonar: dejar su ministerio y dedicarse a otra cosa. Lo intentó –la pausa en este punto resultó determinante. Pero luego concluyó-: Había en él un fuego que le impedía callar. Intentó guardar silencio pero algo le quemaba.
El parlanchín maestro concluyó aquí su mensaje: cuando Dios te llama a hablar, las palabras se te indigestan a menos que las pronuncies. La sentencia divina obra como un fuego en tus entrañas… tienes que responder al llamado.
Y dicho esto, se marchó.
Me quedé en silencio, abandoné el trabajo y rápido salí al pasillo. Nadie; no había nadie…
Regresé a mi asiento.
Mi corazón era una antorcha. Las palabras de aquel anciano habían convertido mi interior en un incendio vivo… Era justo el fuego que necesitaba.

2 comentarios:

  1. hermoso mensaje Pastor Dios lo bendiga hoy y 100pre...!!!

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  2. Impresionante.... Dios terminará el trabajo que ha comenzado a hacer con sus elegidos.

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